Ramón Frías

Cogito ergo...

LightBlog

Lo nuevo

20 de junio de 2009

6:36 p. m.

El Ser Pensante


Es evidente que el hombre piensa y que es un buscador de la verdad. En lenguaje poético, pero claro dice Antonio Machado:
“¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.”

Tan intensa es la fuerza de conocer de la persona humana, que se ha llegado a creer –no pensar- que todo en el ser humano reside en esta operación. No es así, pero la persona humana es un ser pensante.
Con nuestra posición de que el acto de ser que constituye a la persona es trinitario, vemos en la intimidad de la persona al Verbo, o en lenguaje cristianizado helenizado al Logos, y viene a la mente las grandísimas aportaciones de todo tipo hecha por el hombre, muchas de ellas no sin iluminación divina. El primer paso es ver qué entendemos por verdad. En una primera aproximación, la escolástica la define como la adecuación de la mente a la cosa. Esta afirmación respeta la realidad de la cosa, pero la verdad en mi mente difícilmente puede agotar la verdad del ente más sencillo, y con mucho trabajo. Descartes da un vuelco en el pensamiento al reducir la verdad a certeza, es decir, algo subjetivo. Poco a poco el hombre que duda metódicamente de todo, menos de él, hará malabarismos con esa certeza independientemente de si corresponde a la realidad o no, como le ocurrió, por ejemplo en la explicación de lo que es un hombre, desintegrándolo en un dualismo inverosímil. El paso siguiente será reducir la verdad a la lógica en los diversos racionalismos. Muy inteligente, pero la verdad se ha escapado como agua por las rendijas de una cesta de mimbre muy bien cerrada y sellada, pero de mimbre. Las consecuencias de la verdad como certeza es el relativismo, la verdad la marca el pensante, no la realidad. La verdad como malabarismo lógico lleva a los totalitarismos de un signo o de otro, el pensante debe tener el derecho supremo sobre los menores de edad, no hay verdad superior a él. Nietzsche delata esta hipocresía oculta y decide hacer un experimento con la verdad, vivir en una verdad aparente que le permita desarrollar la voluntad de poder superior a toda verdad, ahora con claridad la única verdad es la propia voluntad, como ya se apuntaba en el nominalismo del siglo XIV. Ve que esto será destructivo, pero no le importa; lo quiere lúcidamente, aunque de un mundo construido sobre apariencias, aunque sobrevengan catástrofes.


La ilustración, que mostramos arriba, pretende conocer sólo por la fe y lleva sorprendentemente al racionalismo, ya que ambas actitudes radican en el subjetivismo, pero con aires redentores. Kant lo expone así al describirla: “La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esa incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la Ilustración”. Es lógico el entusiasmo que despertó este ¡atrévete a pensar! Y lo hicieron con una cierta ingenuidad y con un secreto orgullo sobre sus posibilidades. Ahora, dos siglos después, se puede valorar su imposibilidad y su fracaso. Muchos así lo detectan, “el proyecto moderno es el intento de sacar a la razón de la fosa del nominalismo, de superar el apagón mental del nominalismo. Todavía no se ha salido de esa fosa” (Polo); “El término post de postmoderno indica la despedida de la modernidad” (Vattimo). La Ilustración es un paréntesis en la historia de Occidente, pretendió usar con toda su potencia la razón para conocer todo, y engendró totalitarismos y muerte, como no podía ser de otra forma. Perdido todo fundamento del ser, razón, historia, no queda más que la fragmentación existencial, amoral, sin principios fijos que la sustenten. La ética se transforma en estética (microéticas).


Narciso, enamorado de sí mismo, es el símbolo de la posmodernidad. Los modernos se identificaron con Prometeo, el héroe que, desafiando a Zeus, trajo a la tierra el fuego de los dioses y con él el progreso de la humanidad. Camus, en 1942, creyó que símbolo más adecuado era Sísifo, condenado por los dioses a rodar una roca hasta la cumbre de una montaña desde donde caía para volverla a subir. Ahora es Narciso que murió víctima de la pasión que le inspiró su propia imagen reflejada en el agua y Dionisos el dios del vino, de las orgías, de las drogas y de las fiestas.


La posmodernidad conduce a un individualismo hedonista y narcisista, pero con una cierta nostalgia de la verdad. En el posmodernismo, hijo del racionalismo y del voluntarismo de Nietzsche, se vive en un escepticismo, como suele suceder en todas las épocas de cambio y de crisis; y más que vivir, sobrevive de los restos del naufragio no aportando más que el carpe diem, bien lejano de los arrestos prometeicos de los anteriores, y por supuesto de la pasión por la verdad de los amadores de Dios y del hombre como es, no tanto como yo quiero que sea.
Está lejos el optimismo ante el progreso racionalista, que olvidó, o quiso olvidar algunos datos importantísimos: “la razón conducirá a la humanidad a un continuo progreso” (Condorcet) era el clima intelectual. Los ilustrados estaban convencidos que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia en las instituciones e, incluso, la felicidad de los seres humanos y la paz. La historia parece una burla de esas pretensiones.


Se olvidaron de lo que puede la soberbia intelectual, que lleva a desconocer las propias posibilidades reales, buscando caminos perdedores, en lugar del camino que lleva a la meta. Juan Pablo II describe así esta actitud desde el mismo origen: “debido a la desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en plena y absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada esta facilidad de acceso a Dios creador. El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el «árbol de la ciencia del bien y del mal (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron «vanos» y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado”.


No es fácil resistir a la fuerza de estas afirmaciones, cuando ya se ha constatado el fracaso. Ahora se trata de un auténtico y más atrevido ¡sapere aude! Más audaz que el de la Ilustración. Ya Heidegger se pregunta al ver y criticar el fracaso de algunos filósofos, ante el olvido del ser, que se trata de pensar lo pensado (por qué han pensado así) y pensar lo que queda por pensar, estando pendientes de la aletheia (desvelamiento) del ser, aunque ese ser se desvela y oculta sea más bien nada, pues voluntariamente rechazaron el ser por esencia que es Dios.
No se puede entender al hombre sin verlo como ser pensante. El hombre se reconoce cuando conoce. Toma conciencia de sí al reflexionar sobre el conocimiento que puede tener de las cosas exteriores. Percibe la realidad por los sentidos, agrupa las percepciones en la imaginación y lo entiende con la luz interior del intelecto agente. Al conocer que conoce, se conoce a sí mismo, es la reflexión sobre sí mismo que sigue a la abstracción inteligente. Pero, ¿de dónde surge esa luz del intelecto agente? De la Inteligencia como potencia del alma desde luego, pero también de la anamnésis, de lo que se puede llamar la memoria transcendental del ser, de la memoria del Ser de donde procede, de la memoria de Dios que es Luz de Luz. No es, como dice Platón, que las almas sean preeexistentes al mundo, sino que en la participación de ser del hombre se da una presencia del Ser infinito, de la Verdad en él. Esta Luz inteligente reside, antes que en la inteligencia, en el acto de ser personal, lo más íntimo y divino de la persona, como ya hemos visto. De modo que se puede decir que el Logos, presente en el interior de la persona humana por participación, da luz para entender la verdad como manifestación de la realidad, y, en definitiva, como entes creados por el Logos como causa ejemplar. Es claramente perceptible en el hombre la capacidad de razonar lógicamente, pero antes del razonamiento está la simple aprehensión y ésta no se puede entender sin una luz interior que se suele llamar intelecto agente. ¿De dónde viene esta luz? Los intentos de explicarlos por reducción a la materia son un fracaso constante, con promesas de un futuro que nunca llega, porque no puede llegar. Esta luz viene de lo íntimo de la persona que participa en el Logos. Así es más inteligible explicar este ver en la intuición, captar lo escondido, saber lo que no se sabe, llegar sin haber empezado a caminar.
El postmodernismo quizá intuye algo de esto, al intentar escapar de la modernidad. Encierra un factor positivo que es la nostalgia del Otro, del Padre matado por la Ilustración, y la Palabra -el Logos- nos dice que somos un mundo de hijos que pueden caminar en el progreso, pero con humildad, escuchando más que hablando. Cuando se habla de verdad, el occidental tiende a pensar en ella como adecuación de la mente a la realidad en el caso de los realistas, o que es algo de la mente en los racionalistas. El Antiguo Testamento es más rico en este sentido, pues uno de los términos preferidos para decir verdad, especialmente en Dios se identifica con fidelidad es emeth, verdad y fidelidad al tiempo, es como ser auténtico, veraz. Otra palabra hebrea es ´emen, que es verdad y creer aproximadamente, o verdad revelada, para los judíos la verdad revelada en la Ley de Moisés, para Juan claramente la Verdad revelada por Cristo. La palabra deri­vada 'amen ha perma­ne­cido intocable dentro del uso li­túrgico, y "no se ha tradu­cido ‑dice San Agustín‑ para que se le guarde con cierto res­peto bajo el velo del misterio. No para tenerla encerrada, sino para que no pierda su mérito al ser ex­plica­da". Maravilla lingüística que no conviene perder para enriquecer con matices la realidad inteligible en todo y en el interior del hombre. Lo que quiere decir es que una visión correcta del mundo no es posible más que sobre la base de la fidelidad interpersonal, la verdad no se puede aislar de la veracidad, como se ve un muchas lenguas (veritas, verax), conocer no es sólo una baza de la razón, sino que requiere la fe en otro –los anteriores, los que han avanzado más o el mismo Dios.


La suprema forma de garantía de la verdad es la divina, que no puede ni engañarse ni engañarnos, como dice con acierto el Concilio Vaticano I. Pero a nivel humano, es tan cierto que el hombre es un ser cultural, que en el caso de los niños lobo, por retraso en el acceso a la cultura humana, no llegan ni a acceder al lenguaje, forma primera cultural, sólo gruñen. Lo mismo se puede decir de los homínidos ante-humanos que tiene grandes semejanzas corporales con los hombres, pero no piensan. El intento de enseñar palabras o frases a un chimpancé es un esfuerzo fracasado, y digno de mejor causa.




18 de junio de 2009

10:20 a. m.

Comparacion entre los huevos de aguila y el aborto humano

Vivimos en un mundo donde algunos aplican dos pesos y dos medidas. Por ejemplo, cuando se da más importancia a los huevos de águila que a los embriones humanos.

Constatamos, en efecto, la existencia de países en los que los embriones humanos pueden ser abortados si no han cumplido un número de semanas fijados por la ley. Porque, según se dice, todavía no están desarrollados, no son “personas” ni merecen protección legal.

Al mismo tiempo, esos mismos países aprueban normativas que prohíben la destrucción de los huevos fecundados de águila, ni siquiera cuando el desarrollo embrionario de esos huevos apenas está en sus inicios.

Es obvio que resultaría ridículo aprobar una ley para proteger aves en peligro de extinción que tuviese una formulación como la siguiente: “Serán multadas aquellas personas que destruyan huevos fecundados de águilas que tengan más de 10 días de incubación. Cuando sea destruido un huevo fecundado que tenga menos de 10 días de incubación el acto no adquiere responsabilidad penal”.

Los amigos de las águilas y los ecologistas dirían que esa ley es absurda. Y tendrían toda la razón. Para proteger la reproducción de un ave se requiere aprobar normas que garanticen al máximo la integridad de todos sus huevos fecundados.

Establecer una línea divisoria entre huevos protegidos y huevos no protegidos llevaría a permitir que los enemigos de las aves pudiesen destruir cientos de huevos “prematuros” o de pocos días sin ser castigados por ello, lo cual implicaría gravísimas consecuencias para la supervivencia de la especie que se desea proteger.

Pero no nos damos cuenta de que es mucho más grave el absurdo de aquellas “leyes de plazos” que permiten el aborto de los embriones humanos cuando son muy pequeños, y luego protegen a los embriones cuando están más crecidos. ¿Es que es menos importante un hijo que una cría de águila?

Frente al absurdo de situaciones como las que ya se dan en algunos países que se consideran “progresistas”, “democráticos”, y promotores de los derechos de la mujer, hay que abrir los ojos y despertar las conciencias: nadie, por ningún motivo, debería tratar a otro ser humano como un objeto que pueda ser destruido a placer, y nunca, por ningún motivo, deberíamos aceptar que un animal cuente con más protección legal que un hijo.

Garantizar la oportunidad de nacer a todos los hijos, ayudar a sus madres, promover y aprobar leyes auténticamente justas, es una urgencia mayor que la que algunos sienten por rescatar los huevos de algunas aves consideradas muy valiosas. Porque la vida de un niño siempre será más importante que la vida de un águila, y porque si queremos salvar las aves de nuestro planeta es para que puedan disfrutar de su presencia, algún día, hijos que han sido respetados y amados en su dignidad maravillosa y en sus derechos fundamentales.


Este texto fue tomado de aqui

15 de junio de 2009

6:54 a. m.

La Voz Humana

Tomado de http://www.sinfomed.org.ar/Mains/publicaciones/lavoz.htm

1 - Introducción

La voz no es igual para todas las personas, así pues no puede participar con sus mismas cualidades. La voz es una de las expresiones humanas en donde más se pone de manifiesto las características del indivíduo, englobándose en ellas tanto las constitucionales, anatómicas como anímicas.
Es en el canto, donde las características de la voz, como son el timbre, tono e intensidad se ponen de manifiesto y determinan las diferencias de cualidad, que esperamos hallar en la voz cantada.

Debemos entender, que una voz no puede servir para interpretar toda la música existente, toda voz tiene y debe ser conocedora de sus limitaciones.
La clasificación de la voz, sirve para que se obtenga de un modo óptimo sus posibilidades en
la interpretación, evitando el esfuerzo muscular impropio, que terminaría dañando la laringe.

2 - Carácter agudo y grave de la voz. Su importancia

Una voz con un caracter grave tiene una gran sonoridad y si el cantante quiere encuadrarla como aguda o así se la ha clasificado, aumentan las posibilidades de producir lesiones en las cuerdas vocales citando como ejemplos: núdulos, pequeños edemas, zonas de induración y otras lesiones dentro de este tipo de patología laríngea,que lesiona las cuerdas vocales
Si contrariamente la voz es aguda y es clasificada o encasillada como grave, los efectos vocales deseados de una voz aguda, como son los sonidos redondeados o filados, son imposibles de conseguir, y además existe la posibilidad de lesionar también el órgano laríngeo.
Una frase conocida del Dr. G. Canuyt, nos dice que en el canto, las voces enfermas y fatigadas, son las voces mal clasificadas.

3 - Recuerdo histórico

En el siglo primero ya se clasificó la voz, pero su clasificación se basaba por la calidad (dulce, áspera, sonora, clara etc) y por la cantidad (grande, mediana y pequeña), según escritos de Quintanillo (orador romano).
Fue en el renacimiento con el inicio del canto coral, cuando se incia una clasificación, tal como la entendemos actualmente,correspondiendo a tenor y bajo en el hombre y a un contralto y contratenor en la mujer.
Pero fue a mediados del siglo XVIII, cuando se inicia de un modo más serio, las diversas clasificaciones, así pues, se escribe música para bajos, barítonos y tenores, respecto a las tesituras masculinas ;y contraltos, mezzos y sopranos, para las tesituras femeninas.

La escuela francesa en el siglo XIX nos describe la siguiente clasificación: para las voces de hombre, voz grave (contrabajo), voz media ( barítono), y voz aguda (tenor). Para las voces de mujer: voz grave (contralto), voz media (mezzosoprana), y voz aguda ( soprano).
La escuela italiana, efectua unas diferencias que se centran en tenores graves, agudos y ligeros; y respecto a los bajos en, bajos cantantes y profundos; y en cuanto a las sopranos en sopranos dramáticas, líricas y ligeras. Estas subclasificaciones, se pueden extender a los otros tipos de voces. Esta escuela, inicia la clasificación sobre el timbre y el denominad
o color de la voz.
Dentro de este apartado histórico, señalamos la divergencia existente sobre el punto de vista de los diversos autores, ya que respecto a los límites de cada voz, confluyen muchos aspectos de dificil encasillamiento.

4 - Clasificaciones

Se divide la clasificación de la voz dentro de un punto de vista didáctico en:

  • 4A: Clasificacion Sexual
  • 4B: Clasificacion pot tesitura
  • 4C: Clasificacion por timbre



4A - Clasificación sexual
No es importante dicha clasificación, por obvia y posiblemente por simplista, de todos modos a grandes rasgos comentamos que la voz de mujer se halla condicionada por las características anátomo-fisiológicas propias y que la laringe de la mujer, presenta unas medidas que oscilan entre 3,6 cm de altura , 4,3 cm. de anchura y un diámetro anteroposterior de unos 2,6 cm.; y la longitud de las cuerdas vocales se situa entre los 1,5 y 2 cm.
La mujer canta una octava más aguda que el hombre.
Respecto al hombre, observamos una laringe de mayor tamaño, situándose esta entre los siguientes parámetros; una altura de unos 4,9 cm. y otros tantos de anchura y un diámetro antero-posterior de unos 3,5 cm. Las cuerdas vocales acusan una longitud de unos 2 hasta 2,5 cm.

El hombre canta a una octava de diferencia por debajo de la mujer.
Otro capítulo a mencionar dentro de esta clasificación, son las voces infantiles, que se corresponden a laringes de pequeñas dimensiones, y la voz infantil, se puede considerar, como voz de tránsito hasta que sobreviene la muda vocal.
Otras voces a tener en cuenta, pero que solo las describimos como clasificación teórica, son las voces eunucoides o voz de castrado. Se obtienen por la falta del desarrollo de los carácteres secundarios sexuales, ya que se han extirpado las glándulas sexuales antes de la pubertad. La laringe se queda con un tamaño reducido.

4B -Clasificación por tesitura

Es una clasificación importante, no la única pero si interesante y que debe conocerse.
Se define, como aquella, que clasifica la voz por su amplitud tonal. Es en la amplitud tonal adecuada, en la que el cantante se mueve a su comodidad sin apurar las notas extremas. Esta amplitud tonal, se situa entre dos octavas y evidentemente hay bastantes excepciones.
Son pués, el conjunto de notas que puede emitir una determinada persona.
Un sentido correcto de interpretar la tesitura, es el que situa el conjunto de sonidos, en los que la voz se adapta mejor, es pués, la parte de la gamma vocal, en que el cantante se siente cómodo, sin ningún tipo de fatiga.

Tipos de voz según tesitura:
Importante: Se exponen dicha clasificación como esquema orientativo, siendo susceptible de variación según voces.

Tipos de voz

Mujer

Hombre

Voces agudas

Soprano

Tenor

Voces medias

Mezzo-soprano

Barítono

Voces graves

Contralto

Bajo

Voces intermedias

Son voces que poseen propiedades de uno u otro grupo.

Teniendo en cuenta la tesitura se pueden situar, las voces de mujer entre:

Mujer

Soprano

Do3, hasta DO5

Soprano ligera

desde el DO3 hasta el FA5

Mezzo-soprano lírica

desde el LA2 hasta el LA4

Contralto

desde el SOL2 hasta el SOL4

Siguiendo con esta clasificación se situan las voces de hombre entre:

Hombre

Tenor

desde el Do2 hasta el Do4 (se valora el tenor lírico, spinto y el dramático)

Barítono

desde el Sol1 hasta el La3 ( El lírico, puede llegar a Si,3 )

Bajo

desde MI1 hasta el MI3

Debemos señalar, como ya hemos expuesto anteriormente, que entre la voz de hombre y de mujer, una misma nota en el pentagrama, supone una diferencia de octava. En clave de sol, un La del segundo espacio, (La,2) para un tenor, es un La del tercer espacio, (La,3) para una voz de mujer.
Puede tambien señalarse que la frecuencia de cada nota se mide en hertz, pero puede presentar variaciones, según el tipo de instrumento en que se emita, o bien según el punto geográfico, (cambios de altitud, presión atmosférica etc). El La,3 del diapasón es la base de la afinación instrumental y se ha fijado en 440 ciclos por segundo.

4C - Clasificación por timbre

El timbre se puede definir, como la cualidad que nos permite diferenciar dos sonidos, que acusen una misma intensidad y frecuencia. Los sonidos no son puros, es decir, no tienen un movimiento armónico simple (sería el diapasón). Los sonidos provienen de movimientos vibratorios complejos.
Se denomina armónico, cada sonido puro, correspondiendo el primer armónico, al sonido más grave del período. El timbre esta formado pués, por muchos armónicos, y depende del cuerpo sonoro que forma el sonido, el número de armónicos que tiene este sonido.
En el caso de la voz humana, el timbre, en parte depende, del tipo de cuerdas vocales del individuo, de su modo de vibración, y de las cajas de resonancia (senos paranasales, cavidades supralaríngeas, cavidad orofaríngea).
Desde 1956, Husson, ha distinguido ( por estudios fisiológicos realizados en Paris. Universidad de la Sorbona), dos timbres en cada voz humana. Timbre vocálico y timbre extravocálico.
El timbre vocálico se corresponde a circunstancias fisiológicas condicionables, incluyendo aquí todas la técnicas de aprendizaje ; y el timbre extravocálico depende en exclusividad de la constitucionalidad laríngea, y es el que caracteriza la voz de cada individuo.

En el canto o arte lírico las cualidades del timbre son las siguientes:

1. Color
2. Volumen
3. Espesor
4. Mordiente
5. Vibrato

1.- Color
Basicamente, es la técnica empleada o bien es la conducta vocal, la que determina el color del canto, siendo este claro u oscuro. Dentro del color, tenemos la eufonía, siendo esta, el matiz que el cantante emplea en la emisión vocálica, así pués,un cantante puede presentar una eufonía clara u oscura
El color se puede analizar, si se estudia mediante los analizadores del espectro sonoro vocálico. En este estudio las coordenadas son la intensidad y la frecuencia, y según se desplazca la gráfica, obtenemos diversos timbres.

2.-Volumen
Se encasillan las voces en pequeñas o en voluminosas. Las primeras no son válidas para grandes interpretaciones o salas de concierto. Quizá este punto tiene su importancia en la sensación de acercamiento o lejanía que se quiere ofrecer o transmitir a lo largo de una interpretación.
El volumen de la voz, depende casi exclusivamente de la presión del flujo aéreo ascendente, que incide en la subglotis de la laringe del cantante.

3.-Espesor
El origen del espesor de la voz, lo situamos en las características de las cavidades de resonancia y principalmente en la cavidad orofaríngea. Son las sensaciones de inflados, a mayor abertura de la cavida orofaríngea, mayor es el espesor de una voz.

4.- Mordiente
Se situa el mordiente según el grado de elasticidad y tonicidad de la musculatura laríngea. El mordiente es tambien el grado de brillantez de la voz.
Una buena tonicidad implica que en la emisión del canto, el cierre de las cuerdas vocales o del espacio glótico, se presenta firme. De todos modos la afectividad y otros factores durante el canto, condicionan el grado de brillantez o mordiente de la interpretación.

5.- Vibrato
El vibrato es cuando el cantante apoya su voz, es decir,existe una modulación de frecuencia más baja, con su intensidad y frecuencia, que se superpone a la del cantante. No debe confundirse el vibrato con el "trémolo", que sería una cierta inestabilidad vocal.
De modo esquemático, según el timbre podemos observar voces claras; pequeñas o voluminosas (grandes); débiles (delgadas) o espesas (gruesas); destimbradas (lisas) o timbradas (brillantes); y con mayor o menor vibrato.
La clasificación por timbre afecta directamente al estilo de la voz, y a las posibilidades expresivas del cantante, además debe escucharse el gusto del público.
Para finalizar, el timbre es sutil e indefinible , siendo el responsable que dos voces conserven su individualidad y sean inconfundibles, es en definitiva, la personalidad de cada voz.

4 de junio de 2009

9:54 a. m.

Internet gana terreno, hasta el Papa tiene Facebook


Raúl Espinoza Aguilera (Yoinfluyo.com) hace un análisis del impacto social de internet




EL ACELERADO DESARROLLO DE LOS MEDIOS DOMUNICACIÓN

En la última década, los medios de comunicación mexicanos han tenido un acelerado desarrollo. Por ejemplo, actualmente los periódicos ofrecen una información más puntual y completa sobre aspectos financieros o culturales, un mayor seguimiento de noticias nacionales e internacionales, interesantes entrevistas, una labor encomiable de encuestas y estadísticas, etc.

Hace cuatro décadas era impensable que, al encender la radio, nos encontráramos con noticieros en forma y, en la mayoría de los casos, se emitía sólo música y comerciales. Ahora, no sólo escuchamos noticias sino también análisis de reconocidos especialistas en cada materia.

La misma televisión presenta actualmente... Seguir Leyendo
Tomado de Catholic.net

1 de junio de 2009

2:40 p. m.

La imagen cristiana del hombre

La imagen cristiana del hombre

Fuente: arvo
Autor: Josef Pieper

LA IMAGEN DEL HOMBRE EN GENERAL

La segunda parte de la Summa theologica del Doctor Común de la Iglesia, que se refiere a la Teología moral, comienza con esta frase:«Puesto que el hombre fue creado a semejanza de Dios, después de tratar de El, modelo originario, nos queda por hablar de su imagen, el hombre».

Sucede con esta frase lo que con tantas otras de Santo Tomás: la evidencia con que la expresa, sin darle gran relieve, oculta fácilmente el hecho de que su contenido no es de ningún modo evidente. Esta primera proposición de la Teología moral refleja un hecho del que los cristianos de hoy casi han perdido la conciencia: que la moral es, sobre todo y ante todo, doctrina sobre el hombre; que tiene que hacer resaltar la idea del hombre y que, por tanto, la moral cristiana tiene que tratar de la imagen verdadera del mismo hombre. Esta realidad era algo muy natural para la cristiandad de la Alta Edad Media.

De esta concepción básica, cuya evidencia ya se había puesto en duda, como indica su formulación polémica, nació, dos siglos después de Santo Tomás de Aquino, la frase de Eckhart: «Las personas no deben pensar tanto lo que han de hacer como lo que deben ser». Sin embargo, la moral, y sobre todo su enseñanza, perdieron después, en gran parte, estas perspectivas por causas difíciles de comprender y aquilatar, hasta tal punto que incluso aquellos textos de Teología moral que pretendían estar expresamente escritos según el espíritu de Santo Tomás diferían de él en este punto capital.

Esto explica algunas causas del porqué al cristiano medio de hoy apenas se le ocurre pensar que en moral pueda conocerse algo sobre el verdadero ser del hombre, sobre la idea del hombre. Al contrario, asociamos el concepto de moral la idea de una doctrina del hacer y, sobre todo, del no-hacer, del poder y no-poder, de lo mandado y lo prohibido. La primera doctrina teológico-moral del Doctor Común es ésta: «La moral trata de la idea verdadera del hombre». Naturalmente que también ha de tratar del hacer, de obligaciones, mandamientos y pecados; pero su objeto primordial, en que se basa todo lo demás, es el verdadero ser del hombre, la idea del hombre bueno.


LA IMAGEN CRISTIANA DEL HOMBRE Y LA MORAL EN SANTO TOMÁS DE AQUINO

La respuesta a la cuestión de la imagen auténtica del hombre cristiano puede concretarse en una frase; más aún: en una palabra: Cristo. El cristiano debe ser «otro Cristo»; debe ser perfecto como lo es el Padre; pero este concepto de perfección cristiana es infinitamente amplio, y por eso mismo es difícil de aclarar: requiere, por tanto, la concreción y exige una interpretación. Sin tal interpretación, que se apoye en la esencia empírica del hombre y en la realidad, estaría expuesto continuamente al abuso y al error por una sobresaturación contraria a su esencia. No es posible pasar, sin más ni más, de la situación concretísima del hacer al último y más alto ideal de la perfección.

Precisamente a estas palabras de la Escritura: «Sed perfectos como vuestro Padre que está en los Cielos», a esta formulación de la imagen ideal del cristiano ha preferido el cuarto Concilio de Letrán su célebre tesis de la analogia entis: «Inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notan, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda». (No se puede señalar entre Creador y criatura una seme¡anza tan grande, que impida observar entre ellos una desemejanza mucho mayor). Esta frase se opone a la idea de un «endiosamiento» demasiado inmediato del hombre.

El hombre, así como el perfecto cristiano, permanece criatura, esto es, ser finito aun en la vida eterna. Existe, ciertamente, más de una posibilidad legítima de interpretar esta idea verdadera del cristiano no sólo histórica, sino también teóricamente. Así existirá una forma occidental y otra oriental de interpretar esta idea cristiana del hombre.

Santo Tomás de Aquino, el gran maestro de la cristiandad occidental, expreso la idea cristiana del hombre en siete tesis que cabe formular de la siguiente forma:

Primero. El cristiano es un hombre que, por la fe, llega al conocimiento de la realidad del Dios uno y trino

Segundo. El cristiano anhela —en la esperanza— la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.

Tercero. El cristiano se orienta —en la virtud teologal de la caridad— hacia Dios y su prójimo con una aceptación que sobrepasa toda fuerza de amor natural.

Cuarto. El cristiano es prudente, es decir, no deja enturbiar su visión de la realidad por el sí o el no de la voluntad, sino que hace depender el sí o el no de ésta de la verdad de las cosas.

Quinto. El cristiano es justo, es decir, puede vivir en la verdad con el prójimo; se sabe miembro entre miembros en la Iglesia, en el Pueblo y en toda Comunidad.

Sexto. El cristiano es fuerte, es decir, está dispuesto a sacrif icarse y, si es preciso, aceptar la muerte por la implantación de la justicia.

Séptimo. El cristiano es comedido, es decir, no permite que su ambición y afán de placer llegue a obrar desordenadamente y antinaturalmente.


En estas siete tesis se refleja que la moral de la teología clásica, como exposición de la idea del hombre, es esencialmente una doctrina de las virtudes; interpreta las palabras de la Escritura acerca de la perfección mediante la imagen séptuple de las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales.

El devolver a su forma original a la conciencia universal de nuestra época la imagen grandiosa del hombre, que está ya descolorida, y, lo que es peor, desfigurada, no es tarea que carezca de importancia, a mi parecer. La razón no es precisamente un interés «histórico», sino más bien porque esta interpretación de la idea del hombre no sólo se conserva válida, sino que para nosotros es vital afirmarla y contemplarla de nuevo con claridad.Quisiera intentar ahora la definición, con algunas observaciones, de los contornos de esta imagen dentro del cuadro de las cuatro virtudes cardinales, y especialmente donde me parezca que haya quedado descolorida o desfigurada.

EL CONCEPTO DE VIRTUD Y LA JERARQUÍA ENTRE LAS VIRTUDES

Para comenzar, hay que decir algo sobre el concepto de virtud. Hace unos años precisamente Paul Valéry pronunció en la Academia Francesa un discurso sobre la virtud. En este discurso se nos dice:«Virtud, señores, la palabra ‘virtud’, ha muerto o, por lo menos, está a punto de extinguirse... A los espíritus de hoy no se se muestra como la expresión de una realidad imaginable de nuestro presente... Yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás, y, es más, sólo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía. Podría significar esto que frecuento una sociedad mala si no añadiese que tampoco recuerdo haberla encontrado en los libros más leídos y apreciados de nuestros días; finalmente, me temo no exista periódico alguno que la imprima o se atreva a imprimirla con otro sentido que no sea el del ridículo. Se ha llegado a tal extremo, que las palabras ‘virtud’ y ‘virtuoso’ sólo pueden encontrarse en el catecismo, en la farsa, en la Academia y en la opereta». El diagnóstico de Valéry es indiscutiblemente verdadero, pero no debe extrañarnos demasiado. En parte se trata, seguramente, de un fenómeno natural del destino de las «grandes palabras». En efecto, ¿por qué no han de existir, en un mundo descristianizado, unas leyes lingüísticas demoníacas, merced a las cuales lo bueno le parezca al hombre, en el lenguaje, como algo ridículo?Aparte de esta última posibilidad, digna de tomarse en serio, no hay que olvidar que la literatura y la enseñanza de la moral no han hecho que el hombre corriente capte con facilidad el verdadero sentido y realidad del concepto «virtud».La virtud no es la «honradez» y «corrección» de un hacer u omitir aislado. Virtud más bien significa que el hombre es verdadero, tanto en el sentido natural como en el sobrenatural. Incluso, dentro de la misma conciencia universal cristiana, hay dos posibilidades peligrosas de confundir el concepto de virtud: primero, la moralista, que aísla la acción, la «realización», la «práctica» y las independiza frente a la existencia vital del hombre. Segundo, la supernaturalista, que desvaloriza el ámbito de la vida bien llevada, de lo vital y de la honradez y decencia natural. Virtud, en términos completamente generales, es la elevación del ser en la persona humana. La virtud es, como dice Santo Tomás, ultimum potentiae, lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural.El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas.Casi tan importante como su concepto exacto es el examen del verdadero orden de categorías entre las virtudes. Se ha hablado mucho del carácter «heroico» del cristianismo o del concepto «heroico» de la existencia, como rango esencial de la vida cristiana. Estas formulaciones sólo son correctas a medias. La virtud primera y característica del cristiano es el amor sobrenatural hacia Dios y su prójimo, y todas las virtudes teologales están por encima de las cardinales. Incluso mi obrita Del sentido de la fortaleza no ha escapado a aquella interpretación «heroística» verdadera a medias y, por tanto, falsa a medias, aun cuando el objetivo principal era demostrar que la fortaleza no está en primer lugar, sino en el tercero entre las virtudes cardinales.

PRUDENCIA

La primera entre las virtudes cardinales es la prudencia. Es más:no sólo es la primera entre las demás, iguales en categoría, sino que, en general, «domina» a toda virtud moral.Esta afirmación de la supremacía de la prudencia, cuyo alcance apenas somos capaces de comprender, encierra algo más que un orden más o menos casual entre las virtudes cardinales. Expresa, en términos generales, la concepción básica de la realidad, referida a la esfera de la moral: el bien presupone la verdad, y la verdad el ser. ¿Qué significa, pues, la supremacía de la prudencia? Quiere decir solamente que la realización del bien exige un conocimiento de la verdad. «Lo primero que se exige de quien obra es que conozca», dice Santo Tomás. Quien ignora cómo son y están verdaderamente las cosas no puede obrar bien, pues el bien es lo que está conforme con la realidad. Me apresuro a añadir que el «saber» no debe entenderse con el criterio cientifista de las ciencias experimentales modernas, sino que se refiere al contacto efectivo con la realidad objetiva. La revelación, por ejemplo, da a este contacto un fundamento más elevado que el científico.

También pertenecen a la prudencia la «docilidad», es decir, la unión sumisa con el verdadero conocimiento de la realidad de un espíritu superior. El conocimiento objetivo de la realidad es, pues, decisivo para obrar con prudencia. El prudente contempla, por una parte, la realidad objetiva de las cosas y, por otra, el «querer» y el «hacer»; pero, en primer lugar, la realidad, y en virtud y a causa de este conocimiento de la realidad determina lo que debe y no debe hacer. De esta suerte, toda virtud depende, en realidad, de la prudencia y todo pecado es, en cierta manera, una contradicción de la prudencia: «omne peccatum opponitur prudentiae».Nuestro lenguaje usual, que es también el del pensamiento, se ha apartado bastante de este estado de cosas. Lo prudente nos parece, antes que la presuposición, la circunvalación del bien. Nos cuesta pensar que ser justo y veraz suponga siempre y esencialmente la «prudencia». Prudencia y fortaleza parecen ser poco menos que irreconciliables, ya que la fortaleza es, la mayoría de las veces, «imprudente». Conviene, sin embargo, recordar que el sentido propio y verdadero de esta dependencia es el de que la acción justa y fuerte y toda acción buena, en general, sólo es tal en cuanto responde a la verdad, creada por Dios, de las cosas reales y esta verdad se manifiesta de forma fecunda y decisiva en la virtud de la prudencia.Esta doctrina de la supremacía de la prudencia encierra una importancia práctica enorme. Comprende, por ejemplo, el axioma pedagógico: «La educación y autoeducación, en orden a la emancipación moral, han de tener su fundamento en la respectiva educación y autoeducación de la virtud de la prudencia, es decir, en la capacidad de ver objetivamente las realidades que conciernen a nuestras acciones y hacerlas normativas para el obrar, según su índole e importancia». Además, la doctrina clásica de la virtud de la prudencia encierra la única posibilidad de vencer interiormente el fenómeno contrario: el moralismo. La esencia del moralismo, tenido por muchos por una doctrina especialmente cristiana, consiste en que disgrega el ser y el deber; predica un «deber», sin observar y marcar la correlación de este deber con el ser. Sin embargo, el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser. El moralismo dice: el bien es el deber, porque es el deber. La doctrina de la prudencia, por el contrario, dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad. Es importante observar claramente la conexión íntima que aquí resalta entre el moralismo «cristiano» y el voluntarismo moderno. Las dos doctrinas tienen un parentesco bastante más acusado de lo que a primera vista parece y aún puede indicarse aquí un tercer parentesco «práctico» y «actual». El fondo de equidad y objetividad de la doctrina clásica de la prudencia encontró su expresión en la frase magníficamente sencilla de la Edad Media: «Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son». Un resultado de la psicología, o mejor dicho, psiquiatría moderna, que a mi parecer nunca ponderaremos demasiado, hace resaltar cómo un hombre al que las cosas no le parecen tal como son, sino que nunca se percata más que de sí mismo porque únicamente mira hacia si, no sólo ha perdido la posibilidad de ser justo (y poseer todas las virtudes morales en general), sino también la salud del alma. Es más: toda una categoría de enfermedades del alma consisten esencialmente en esta «falta de objetividad» egocéntrica. A través de estas experiencias se arroja una luz que confirma y hace resaltar el realismo ético de la doctrina de la superioridad de la prudencia. La prudencia es uno de los «lugares» del espíritu en que se hace visible la misteriosa conexión entre salud y santidad, enfermedad y pecado. Una doctrina del alma (psicología) que no haga, a sabiendas, caso omiso de estas realidades podrá adquirir, seguramente, desde esta posición, una visión de relaciones muy hondas.El concepto central caracteriológico de la autosugestión (que no es otra cosa que una falta de objetividad voluntaria en la visión de la realidad), así como el concepto sociológico de «ideología», enteramente paralelo, podrían ser «descubiertos» por la doctrina de la prudencia de una forma enteramente sorprendente. Mas aquí sólo nos es posible indicar lo ya dicho.

JUSTICIA

Prudencia y justicia están más íntimamente ligadas de lo que pueda parecer a primera vista. Justicia, decíamos, es la capacidad de vivir en la verdad «con el prójimo». No es, sin embargo, difícil ver en qué medida depende este arte de la vida en la comunidad (es decir, el arte de la vida en general) del conocimiento y reconocimiento objetivo de la realidad, o sea de la prudencia. Sólo el hombre objetivo puede ser justo, y falta de objetividad, en el lenguaje usual, equivale casi a injusticia.La justicia es la base de la posibilidad real de ser bueno; en esto se apoya la elevada categoría de la prudencia. La categoría de la justicia se basa en ser la forma más elevada y propia de esta misma bondad. Conviene subrayar esto, pues la burguesía «cristiana» ha considerado desde algunas generaciones cosas muy diferentes, por ejemplo, la denominada «moralidad» como característica propia y primordial del hombre bueno. El hombre bueno es en principio justo. No es casualidad que las Sagradas Escrituras y la Liturgia llamen «justo», en general, al hombre en estado de gracia. Al rozar el tema «justicia» el lenguaje enteramente desapasionado de Santo Tomás adquiere un estilo más vibrante; cita, en este lugar de la Summa, la frase de Aristóteles: «La más elevada entre las virtudes es la de la justicia; ni el lucero de la mañana ni el vespertino pueden serle comparados en belleza».La realización de la justicia es cometido del hombre como tal, como «ser sociable». Casi se puede asegurar que el portador de la justicia no es tanto el individuo (aunque, naturalmente, sólo la persona puede ser «virtuosa» en sentido estricto), como el «nosotros», la entidad social o el pueblo; justicia es, pues, la plenitud óntica del «nosotros». Las diversas formas del «nosotros» se estructuran en torno a tres rasgos fundamentales; cuando estas tres estructuras son «verdaderas» puede decirse que en este «nosotros» reina justicia. Estos tres elementos estructurales son, según la Escolástica, los siguientes: primero, las relaciones de los miembros entre sí, cuya equidad se apoya en la justicia conmutativa; segundo, la relación del todo a los miembros, cuya equidad se apoya en la justicia distributiva, y tercero, las relaciones de los miembros aislados al todo, cuya equidad va regida por la justicia legal. Todas estas cosas parecen evidentes, aunque no lo sean en modo alguno.La doctrina «social» individualista, por ejemplo, reconoce de estas tres estructuras básicas sólo una, a saber: las relaciones de los individuos entre sí, pues el individualismo no reconoce la existencia propia del todo, y por eso para él no existen propiamente relaciones del individuo al todo ni del todo al individuo. Así, para un individualismo que quiera ser consecuente, la única forma de justicia es la conmutativa, que se basa en el contrato como medio de lograr la compensación de intereses. Por otra parte, el colectivismo ha creado una doctrina social «universalista» que niega rotundamente que existan siquiera relaciones de individuo a individuo; en estricta consecuencia declara a la justicia conmutativa como un «absurdo individualista». La acusada tendencia que tienen estas «opiniones de escuela» a la realización práctica lo demuestra, por ejemplo, la experiencia histórica de los regímenes totalitarios. Caracteriza a éstos la tiranía del Estado, que apenas permite relaciones privadas entre los individuos como tales; éstos apenas si se enfrentan «oficialmente» como funcionarios individuales de los intereses del Estado. Se ha hecho el intento, por parte de algunos cristianos, de proclamar la subordinación del individuo al bien común como directriz básica en la vida pública y admitir, en consecuencia, la justicia legal como justicia propiamente dicha. Al mismo tiempo se aseguró que ésta es la opinión verdadera de la teología clásica. Es muy difícil juzgar acertadamente este intento, ya que sería preciso hacer en orden al mismo distinciones tan importantes como complicadas. Santo Tomás de Aquino dice, ciertamente, que toda la vida moral del hombre está subordinada al bien común. Así pues, la justicia legal tiene realmente una categoría y posición muy especial. Pero no debe perderse de vista que la tesis expuesta por Santo Tomás tiene dos facetas: la una expresa que existe una verdadera obligación del individuo con respecto al bien común, y esta obligación se refiere al hombre entero; y la otra faceta hace resaltar, en cambio, que toda virtud del individuo es necesaria para el bienestar de todos, significando esto que el bienestar común necesita virtud de los individuos aislados. Esto último no es realizable si los miembros aislados de la comunidad no son buenos, y «buenos» no sólo en el sentido más restringido de justos, sino también en el sentido de una virtud personalísima, oculta y, por decirlo así, completamente íntima. No conviene, pues, pasar por alto esta cuestión.

FORTALEZA

Existe otro error acerca del concepto de justicia, en el fondo completamente liberal, pero no solamente restringido al llamado «siglo del liberalismo». Dice así: es posible poseer la justicia sin la fortaleza. No es tanto un error que afecte a la esencia de la justicia como a la concepción de «este» mundo en el cual la justicia ha de realizarse, pues «este» mundo está constituido de tal forma que la justicia, como el bien general, no se «impone» por sí sola sin que la persona esté dispuesta incluso a la muerte. El mal tiene poder en «este» mundo, este hecho se pone de relieve en la necesidad de la fortaleza, que en realidad, no es otra cosa que la disposición para realizar el bien aun a costa de cualquier sacrificio. Así, la misma fortaleza es, como dice San Agustín, un testigo irrefutable de la existencia del mal en el mundo.Es, por otra parte, una mala réplica al error liberal, e igualmente falso, opinar que se puede ser fuerte sin ser justo. La fortaleza como virtud existe sólo donde se quiere la justicia. Quien no es justo no puede ser bueno en el verdadero sentido. Santo Tomás dice: «La gloria de la fortaleza depende de la justicia». Es decir, sólo puedo alabar la fortaleza de alguien si al mismo tiempo puedo alabarle por su justicia. La fortaleza verdadera está, pues, esencialmente ligada al deseo de justicia.No es menos importante saber que la idea de fortaleza no es idéntica a la de una agresiva temeridad a toda costa, e incluso existe una temeridad contraria a la virtud de la fortaleza. Para mayor claridad, conviene considerar qué lugar ocupa el temor en la vida del hombre. La «charlatanería» superficial de la vida cotidiana, en principio tranquilizadora, tiende a negar la existencia de lo terrible, o bien a situarlo en la esfera de lo aparente o inexistente. Esta «tranquilización», eficaz o no, existe en todas las épocas y se encuentra hoy con oposición notable, ya que ningún concepto de la literatura profunda -filosófica, psicológica y poética- de nuestra época juega un papel tan importante como el del miedo. Otra forma de manifestar aquella inocuidad de la vulgar existencia es un estoicismo nuevo, «proclamado» por un círculo de hombres para los cuales el recuerdo de los sucesos de las guerras mundiales es una destrucción que encierra la promesa y amenaza de unas catástrofes apocalípticas aún más violentas. La existencia es, en todo caso, horrible, mas no existe nada que lo sea tanto que el fuerte no pueda soportar y sobrellevar con grandeza. Leyendo los libros más personales de Ernst Jünger, una de las cabezas más notables de aquella stoà nueva, se comprende que todos los sueños de estos «corazones aventureros» sean pesadillas. Hay que observar que sería poco menos que ridículo el recoger estos hechos con cierta «satisfacción» y hasta ironía. Seguramente son estas pesadillas una respuesta a la verdadera situación metafísica del Occidente, humanamente más elevada y objetivamente más adecuada que un cristianismo que se consuela con razones culturales superficiales sin haber penetrado aún en su propia profundidad. En dicha profundidad late la última respuesta cristiana a esta cuestión: el concepto del temor de Dios. Este concepto se está desvaneciendo en la conciencia universal cristiana y está a punto de convertirse en algo vacío e insustancial para ella. El temor de Dios no es simplemente la mismo que el «respeto» al Dios absoluto, sino verdadero temor en el sentido estricto de la palabra. Común a temor, miedo, susto, horror y terror es que todas son respuestas diversas a las diferentes formas de mutilación del ser, cuyo último término sería propiamente la aniquilación. La Teología cristiana no piensa en negar la existencia de lo terrible en la vida humana; por otra parte, nada más lejos para la doctrina cristiana de la vida que afirmar que el hombre no deba temer lo terrible. Pero al cristiano le interesa el ordo timoris, el orden del temor; en definitiva, lo realmente temible, en último término; la preocupación consiste en temer acaso lo que no existe ni es definitivamente terrible y, por el contrario, tener por inofensivas cosas realmente temibles. Lo realmente terrible no es más que la posibilidad que tiene el hombre de separarse voluntariamente, por su propia culpa, de su última razón de ser. La posibilidad de ser culpable es el mayor peligro para la existencia del hombre. El temor de Dios es la respuesta adecuada a este horror de la separación culpable y siempre posible de su última razón de ser. Esta culpabilidad constituye lo que definitivamente hemos de temer. Este miedo que acompaña a cada existencia humana, incluso a la de los santos, como una posibilidad real, no es superable por cualquier forma de «heroísmo»; más bien es este temor la premisa para todo heroísmo auténtico. El temor de Dios —como tal temor— ha de ser soportado y resistido hasta la «seguridad» definitiva en la vida eterna. Si la fortaleza nos libra de amar a nuestra vida de una manera tal que la perdamos, expresa esto que el temor de Dios como temor a perder la vida eterna es el fundamento de toda fortaleza cristiana. Hay que pensar, sin embargo, que el temor de Dios es sólo el anverso negativo del amor esperanzado hacia Dios. San Agustín dice: todo temor es amor que huye.En el temor de Dios se «perfecciona» el miedo natural del hombre ante una mutilación o aniquilación de su ser. Todo lo moralmente bueno no es más que una especie de «prolongación» de las inclinaciones naturales del ser. El hombre, sin embargo, teme por naturaleza a la nada antes de cualquier decisión de su inteligencia, o sea, según su naturaleza creada por Dios. Y así como la tendencia natural de la convivencia se perfecciona en la virtud de la justicia y de la propia autoridad en la virtud de la longanimidad, y la de la tendencia al goce en la templanza, igualmente se perfecciona el miedo natural a la destrucción en el temor de Dios. De la misma manera que el empuje natural a la convivencia, propia autoridad y la concupiscencia natural pueden actuar desordenadamente si no se perfeccionan en la justicia, la longanimidad y la templanza, también puede hacerlo el miedo natural a la aniquilación, si no se perfecciona en el temor de Dios. El hecho de que éste, en su forma propia de temor de Dios, «filial», sea un don del Espíritu Santo y no, como las virtudes cardinales, la realización de las posibilidades del hombre en la esfera de la moral, significa que sólo la perfección sobrenatural realmente vivida es capaz de librar al hombre del «temor imperfecto». La tiranía de este «temor imperfecto» repercute, además de en el aspecto moral, en la vida psíquica natural, sobre lo cual puede informarnos la psiquiatría. He aquí otro punto en el que resalta claramente el parentesco entre salud y santidad, aunque la claridad se refiere sólo a la existencia de esta relación. Sin embargo, apenas es posible dilucidar la forma íntima en que están enlazadas la salud y la santidad, y sobre todo la culpa y la enfermedad, y las condiciones en que este parentesco se manifiesta. De todas formas, la «salud» de ¡a justicia, Longanimidad, templanza, temor de Dios y de toda virtud en general consiste en estar de acuerdo con la verdad objetiva, natural y sobrenatural. Esta correspondencia a la realidad es, al mismo tiempo, el principio de la salud y del bien.

TEMPLANZA

Se ha dicho que la disposición natural al gozo puede llegar a actuar desordenadamente. La tesis liberal de que «el hombre es bueno» oculta esta verdad. El liberalismo progresista no podía reconocer, de acuerdo con sus premisas básicas, que existiese en el hombre una rebelión de las potencias menos elevadas del alma contra el dominio del espíritu y, por tanto, niega que el hombre hubiese perdido por el pecado original el orden interior genuino de su naturaleza. En consecuencia, con este modo de pensar la virtud de la templanza ha de aparecer como algo sin sentido, absurdo e insustancial, pues presupone y reconoce la posibilidad de esta rebelión de los sentidos contra el espíritu. La conciencia universal de la cristiandad (y no decimos la doctrina de la Iglesia, ni tampoco la Teología) respondió a esta negación del sentido de la templanza haciendo resaltar marcadamente esta virtud. La virtud de la templanza, en sus típicas formas de castidad y continencia, llegó a ser para la conciencia universal cristiana el rasgo saliente y predominante en la idea del hombre cristiano. De todas formas, esta respuesta fue hija de su adversario, el liberalismo. La templanza es la virtud más «personal» entre las cuatro virtudes cardinales, lo que demuestra la dependencia de su enemigo liberal-individualista. En realidad, se podría haber alzado de igual forma la bandera de la fortaleza contra el liberalismo progresista; o bien, haber recalcado y predicado con especial insistencia ambas virtudes, fortaleza y templanza, aparte completamente de la justicia distributiva y legal. El liberalismo ha socavado los fundamentos de ambas virtudes, que presuponen la existencia del mal, a causa de su fe absoluta en «este» mundo; pero precisamente subrayamos que la conciencia universal de la cristiandad antepuso la templanza como virtud característica del cristiano, virtud que se refiere de primera intención, como ya se ha dicho, al individuo como tal. Así se tomó la virtud más «personal» por la más cristiana. De esta forma la supervaloraciónde la templanza tiene una relación manifiesta con el liberalismo por la «individualización» de la moral. Este carácter privado de la templanza fue causa de que la Teología clásica no considerara esta virtud como la primera, sino la última de las cuatro virtudes cardinales.La supervaloración de la templanza tuvo repercusiones y reflejos considerables. Por de pronto, el concepto de la llamada «moralidad» tiene aquí sus raíces. Este concepto, con todas sus ambigüedades, tal como se usa hoy día en el lenguaje corriente, es el resultado de la restricción de la moral a la virtud de la templanza; por otra parte, está unido a una concepción moralista del bien en general que separa, como se ha dicho, la acción (u omisión) en el hombre viviente y escinde el «deber» y el «ser». Además, se redujo, de una manera completamente unilateral, la fuerza moral y el ejemplo de los ángeles y la Virgen al plano de esta virtud y sobre todo a la castidad. La consecuencia fue que todas estas figuras no quedaron en la conciencia cristiana con toda su cumplida plenitud real. Con respecto al concepto «de pureza angelical» hay que observar que un ángel no puede ser «puro» en el sentido de la castidad y que la «virtud» del ángel consiste primordialmente en la virtud teologal del amor. Al mismo tiempo el concepto de immaculata no se refiere únicamente a la castidad de la Madre de Dios, sino que tiene una amplitud mucho mayor; significa primeramente y ante todo la plenitud de gracia en su ser que María recibió en un principio. Para concluir: esta supervaloración de la castidad es en buena parte culpable de que términos de nuestro lenguaje tales como «sensualidad», «pasión», «concupiscencia», «instinto», etc., haya adquirido un significado totalmente negativo, no obstante ser en principio conceptos moralmente indiferentes. Pero si en el lenguaje se entiende bajo «sensualidad» sólo la sensualidad contraria al espíritu, por «pasión» sólo la pasión mala y por «concupiscencia» la concupiscencia rebelde, no nos quedarán términos que designen la sensualidad no contraria al espíritu o no-rebelde, que Santo Tomás incluye entre las virtudes. Esta escasez de términos en el lenguaje nos lleva fácilmente a una confusión peligrosa de conceptos y hasta de la misma vida, y precisamente de una tal confusión se originó este uso defectuoso del lenguaje.Es quizá conveniente recordar aquí un ejemplo de la Summa theologica que muestra la opinión del Doctor Común en esta materia. Es un ejemplo y no una tesis; pero un ejemplo que ilustra una tesis. La Summa incluye un tratado sobre las pasiones del alma. Santo Tomás estudia en él todos los movimientos de la capacidad sensual, como el amor, odio, deseo, placer, tristeza, temor, ira, etc. Una de las veinticinco cuestiones aproximadamente de este tratado habla de los «remedios contra el dolor y la tristeza». Santo Tomás expone en cinco capítulos otros tantos remedios; pero antes de conocerlos hagámonos esta pregunta: ¿Qué contestación nos daría o podría dar la conciencia moral universal de los cristianos acerca de «los remedios contra la tristeza del alma»? Que cada uno se conteste a sí mismo. El primero, completamente general, de que Santo Tomás se ocupa es: «cualquier goce». La tristeza es un cansancio del alma; el goce, en cambio, un descanso. El segundo remedio son «las lágrimas!». El tercero es el «compartir la alegría». El cuarto es la «contemplación de la verdad». Esta última calma el dolor tanto más cuanto más perfectamente ama el hombre la sabiduría. Ante el quinto remedio que nombra Santo Tomás hemos de considerar que estamos ante un tratado de Teología, y no precisamente uno cualquiera. Este remedio contra la tristeza es «dormir y bañarse»; pues el sueño y el baño devuelven al cuerpo la debida disposición del bienestar, que, a su vez, repercute en el alma. Santo Tomás, naturalmente, esta bien informado de las posibilidad y necesidades de superar el dolor humano con medios sobrenaturales, incluso es de la opinión que existen grados del dolor humano que sólo pueden vencerse sobrenaturalmente; pero no piensa en descartar los medios sensibles y naturales, como, por ejemplo, dormir y bañarse. No se avergüenza lo más mínimo de hablar de ello en medio de un tratado de Teología.

FE, ESPERANZA Y CARIDAD

Con esto concluye la serie de observaciones sobre las virtudes cardinales. Las cuatro —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— pertenecen en principio a la esfera del hombre natural; pero como virtudes cristianas se desarrollan en el campo abonado por la fe, la esperanza y la caridad. Fe, esperanza y caridad son la respuesta del hombre a la realidad del Dios Uno y Trino, revelada al cristiano sobrenaturalmente por Jesucristo. Es más: las tres virtudes teologales no sólo son la respuesta a esta realidad, sino que, al mismo tiempo, constituyen la capacidad y fuente de energía para esta respuesta y no sólo esto, sino que, además, son la única «boca», por decirlo así, capaz de dar esta respuesta. Este estado de cosas no se refleja con suficiente claridad en todas las manifestaciones cristianas sobre las virtudes teologales. Al hombre natural no le es posible «creer» en el sentido de la virtud teologal de la fe por la simple razón de que la realidad sobrenatural le haya sido hecha «asequible» por medio de la revelación. No; esta posibilidad de «creer» sólo nace por la comunicación de la gracia santificante. En la fe adquiere el cristiano conciencia de la realidad del Dios Uno y Trino, y en una medida tal que sobrepasa a todo convencimiento natural. La esperanza es la respuesta de afirmación del cristiano, sugerida por Dios, a la realidad revelada de que Cristo es el «camino a la vida eterna» en el más real de los sentidos. El amor, finalmente, es la respuesta de todas las potencias del hombre en gracia a la bondad infinita y esencial de Dios. Las tres virtudes teologales están ligadas de la manera más íntima, «refluyen en un círculo santo», según una expresión de Santo Tomás en su Tratado de la Esperanza. «Quien fue llevado de la esperanza al amor adquiere una esperanza más perfecta, ya que también cree con más vigor que antes».

DIFERENCIA ENTRE LA MORAL NATURAL Y LA SOBRENATURAL

La moral sobrenatural del cristiano se distingue de la moral del gentleman, del caballero, por la conexión íntima de las virtudes cardinales con las teologales. La conocida frase «La gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza», expresa esta misma relación y la forma en que dependen virtud natural y sobrenatural. Estas palabras parecen muy claras y de hecho lo son; pero su claridad no quita la imposibilidad de hacer comprensible un misterio por medio de una simple expresión, y nada más misterioso que la forma en que Dios actúa en el hombre y el hombre en Dios.Sin embargo, la diferencia entre el cristiano y el gentleman se muestra de múltiples maneras suficientemente comprensibles.Puede parecer, a veces, que el cristiano obra contrariamente a la prudencia natural porque tiene que hacer justicia a realidades que pertenecen al mundo de la fe. Sobre esta «prudencia sobrenatural» ha escrito también Santo Tomás algo que, a mi parecer, es de una importancia extraordinaria para el cristiano de hoy. La virtud natural de la prudencia (así dice aproximadamente) está, evidentemente, ligada a una cantidad no escasa de conocimientos adquiridos de la realidad. Si las virtudes teologales elevan a las cardinales a un plano sobrenatural, ¿qué sucede entonces con la prudencia?, ¿suple la gracia el conocimiento natural de los seres reales?, ¿hace la fe superflua la valoración objetiva de la situación del obrar concreto, o la suple?, ¿de qué le sirve la gracia y la fe al «hombre sencillo» que no posee en ciertas ocasiones este conocimiento para una situación complicada? A estas preguntas sólo Santo Tomás da, según creo, una respuesta magnífica y, además, muy consoladora: «Las personas que necesitan dirección y consejo ajenos saben aconsejarse a sí mismas cuando están en estado de gracia, por lo menos en cuanto que piden consejo a otras personas y, lo que es más importante, son capaces de distinguir el consejo bueno del malo». ¡Cuando están en gracia! No necesita aclaración alguna hasta qué punto es esto consolador para la situación del «cristiano corriente».De una manera especialmente conmovedora se muestra la diferencia entre el cristiano y el gentleman por la distancia que separa la fortaleza cristiana de la fortaleza «natural». Con esto queremos concluir estas consideraciones sobre la idea cristiana del hombre. La diferencia entre la fortaleza cristiana y la fortaleza meramente natural radica, en último extremo, en la virtud teologal de la esperanza.

Toda esperanza nos dice: acabará bien, tendrá un buen fin. La esperanza sobrenatural nos asegura: el hombre que está en realidad en gracia de Dios terminará de una forma infinitamente mejor de lo que pudiera esperar; el fin de este hombre será nada menos que la Vida Eterna. Pero puede suceder que todas las esperanzas de un «feliz fin» oscurezcan en una época de tentaciones, de desesperación, y darse el caso de que al hombre restringido a la esfera de lo natural no le quede otro remedio que la valentía del «ocaso heroico», y para un verdadero gentleman será precisamente éste el único recurso, pues sabrá renunciar a la autosugestión tranquilizadora, a la narcosis y, como dice Ernst Jünger, al «recurso de la suerte». En una palabra, la esperanza sobrenatural puede quedar como único recurso de la esperanza en general. Esto no está dicho en un sentido «eudemonístico», ya que no se trata aquí de la preocupación por una última posibilidad de felicidad subjetiva. La frase de las Sagradas Escrituras: «Aun cuando me diere la muerte, esperaré en El» no puede estar más lejos del temor eudemonístico de la suerte. No; la esperanza cristiana es principalmente y ante todo la dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte, o, mejor dicho, de la felicidad. Si, como se ha dicho, todas las esperanzas naturales pierden a veces su sentido, se deduce que el único recurso del hombre, adecuado a su ser, es la esperanza sobrenatural.

La fortaleza desesperada del «ocaso heroico» es en el fondo nihilista, mira a la nada; sus partidarios creen poder soportar la nada. La fortaleza del cristiano, en cambio, se nutre de la esperanza en la realidad suprema de la vida, en la vida eterna; en un nuevo cielo y en una nueva tierra.

Información obtenida de las listas de mails para Educadores Católicos de http://www.catholic.net