Ramón Frías

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20 de junio de 2009

El Ser Pensante


Es evidente que el hombre piensa y que es un buscador de la verdad. En lenguaje poético, pero claro dice Antonio Machado:
“¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.”

Tan intensa es la fuerza de conocer de la persona humana, que se ha llegado a creer –no pensar- que todo en el ser humano reside en esta operación. No es así, pero la persona humana es un ser pensante.
Con nuestra posición de que el acto de ser que constituye a la persona es trinitario, vemos en la intimidad de la persona al Verbo, o en lenguaje cristianizado helenizado al Logos, y viene a la mente las grandísimas aportaciones de todo tipo hecha por el hombre, muchas de ellas no sin iluminación divina. El primer paso es ver qué entendemos por verdad. En una primera aproximación, la escolástica la define como la adecuación de la mente a la cosa. Esta afirmación respeta la realidad de la cosa, pero la verdad en mi mente difícilmente puede agotar la verdad del ente más sencillo, y con mucho trabajo. Descartes da un vuelco en el pensamiento al reducir la verdad a certeza, es decir, algo subjetivo. Poco a poco el hombre que duda metódicamente de todo, menos de él, hará malabarismos con esa certeza independientemente de si corresponde a la realidad o no, como le ocurrió, por ejemplo en la explicación de lo que es un hombre, desintegrándolo en un dualismo inverosímil. El paso siguiente será reducir la verdad a la lógica en los diversos racionalismos. Muy inteligente, pero la verdad se ha escapado como agua por las rendijas de una cesta de mimbre muy bien cerrada y sellada, pero de mimbre. Las consecuencias de la verdad como certeza es el relativismo, la verdad la marca el pensante, no la realidad. La verdad como malabarismo lógico lleva a los totalitarismos de un signo o de otro, el pensante debe tener el derecho supremo sobre los menores de edad, no hay verdad superior a él. Nietzsche delata esta hipocresía oculta y decide hacer un experimento con la verdad, vivir en una verdad aparente que le permita desarrollar la voluntad de poder superior a toda verdad, ahora con claridad la única verdad es la propia voluntad, como ya se apuntaba en el nominalismo del siglo XIV. Ve que esto será destructivo, pero no le importa; lo quiere lúcidamente, aunque de un mundo construido sobre apariencias, aunque sobrevengan catástrofes.


La ilustración, que mostramos arriba, pretende conocer sólo por la fe y lleva sorprendentemente al racionalismo, ya que ambas actitudes radican en el subjetivismo, pero con aires redentores. Kant lo expone así al describirla: “La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esa incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la Ilustración”. Es lógico el entusiasmo que despertó este ¡atrévete a pensar! Y lo hicieron con una cierta ingenuidad y con un secreto orgullo sobre sus posibilidades. Ahora, dos siglos después, se puede valorar su imposibilidad y su fracaso. Muchos así lo detectan, “el proyecto moderno es el intento de sacar a la razón de la fosa del nominalismo, de superar el apagón mental del nominalismo. Todavía no se ha salido de esa fosa” (Polo); “El término post de postmoderno indica la despedida de la modernidad” (Vattimo). La Ilustración es un paréntesis en la historia de Occidente, pretendió usar con toda su potencia la razón para conocer todo, y engendró totalitarismos y muerte, como no podía ser de otra forma. Perdido todo fundamento del ser, razón, historia, no queda más que la fragmentación existencial, amoral, sin principios fijos que la sustenten. La ética se transforma en estética (microéticas).


Narciso, enamorado de sí mismo, es el símbolo de la posmodernidad. Los modernos se identificaron con Prometeo, el héroe que, desafiando a Zeus, trajo a la tierra el fuego de los dioses y con él el progreso de la humanidad. Camus, en 1942, creyó que símbolo más adecuado era Sísifo, condenado por los dioses a rodar una roca hasta la cumbre de una montaña desde donde caía para volverla a subir. Ahora es Narciso que murió víctima de la pasión que le inspiró su propia imagen reflejada en el agua y Dionisos el dios del vino, de las orgías, de las drogas y de las fiestas.


La posmodernidad conduce a un individualismo hedonista y narcisista, pero con una cierta nostalgia de la verdad. En el posmodernismo, hijo del racionalismo y del voluntarismo de Nietzsche, se vive en un escepticismo, como suele suceder en todas las épocas de cambio y de crisis; y más que vivir, sobrevive de los restos del naufragio no aportando más que el carpe diem, bien lejano de los arrestos prometeicos de los anteriores, y por supuesto de la pasión por la verdad de los amadores de Dios y del hombre como es, no tanto como yo quiero que sea.
Está lejos el optimismo ante el progreso racionalista, que olvidó, o quiso olvidar algunos datos importantísimos: “la razón conducirá a la humanidad a un continuo progreso” (Condorcet) era el clima intelectual. Los ilustrados estaban convencidos que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia en las instituciones e, incluso, la felicidad de los seres humanos y la paz. La historia parece una burla de esas pretensiones.


Se olvidaron de lo que puede la soberbia intelectual, que lleva a desconocer las propias posibilidades reales, buscando caminos perdedores, en lugar del camino que lleva a la meta. Juan Pablo II describe así esta actitud desde el mismo origen: “debido a la desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en plena y absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada esta facilidad de acceso a Dios creador. El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el «árbol de la ciencia del bien y del mal (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron «vanos» y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado”.


No es fácil resistir a la fuerza de estas afirmaciones, cuando ya se ha constatado el fracaso. Ahora se trata de un auténtico y más atrevido ¡sapere aude! Más audaz que el de la Ilustración. Ya Heidegger se pregunta al ver y criticar el fracaso de algunos filósofos, ante el olvido del ser, que se trata de pensar lo pensado (por qué han pensado así) y pensar lo que queda por pensar, estando pendientes de la aletheia (desvelamiento) del ser, aunque ese ser se desvela y oculta sea más bien nada, pues voluntariamente rechazaron el ser por esencia que es Dios.
No se puede entender al hombre sin verlo como ser pensante. El hombre se reconoce cuando conoce. Toma conciencia de sí al reflexionar sobre el conocimiento que puede tener de las cosas exteriores. Percibe la realidad por los sentidos, agrupa las percepciones en la imaginación y lo entiende con la luz interior del intelecto agente. Al conocer que conoce, se conoce a sí mismo, es la reflexión sobre sí mismo que sigue a la abstracción inteligente. Pero, ¿de dónde surge esa luz del intelecto agente? De la Inteligencia como potencia del alma desde luego, pero también de la anamnésis, de lo que se puede llamar la memoria transcendental del ser, de la memoria del Ser de donde procede, de la memoria de Dios que es Luz de Luz. No es, como dice Platón, que las almas sean preeexistentes al mundo, sino que en la participación de ser del hombre se da una presencia del Ser infinito, de la Verdad en él. Esta Luz inteligente reside, antes que en la inteligencia, en el acto de ser personal, lo más íntimo y divino de la persona, como ya hemos visto. De modo que se puede decir que el Logos, presente en el interior de la persona humana por participación, da luz para entender la verdad como manifestación de la realidad, y, en definitiva, como entes creados por el Logos como causa ejemplar. Es claramente perceptible en el hombre la capacidad de razonar lógicamente, pero antes del razonamiento está la simple aprehensión y ésta no se puede entender sin una luz interior que se suele llamar intelecto agente. ¿De dónde viene esta luz? Los intentos de explicarlos por reducción a la materia son un fracaso constante, con promesas de un futuro que nunca llega, porque no puede llegar. Esta luz viene de lo íntimo de la persona que participa en el Logos. Así es más inteligible explicar este ver en la intuición, captar lo escondido, saber lo que no se sabe, llegar sin haber empezado a caminar.
El postmodernismo quizá intuye algo de esto, al intentar escapar de la modernidad. Encierra un factor positivo que es la nostalgia del Otro, del Padre matado por la Ilustración, y la Palabra -el Logos- nos dice que somos un mundo de hijos que pueden caminar en el progreso, pero con humildad, escuchando más que hablando. Cuando se habla de verdad, el occidental tiende a pensar en ella como adecuación de la mente a la realidad en el caso de los realistas, o que es algo de la mente en los racionalistas. El Antiguo Testamento es más rico en este sentido, pues uno de los términos preferidos para decir verdad, especialmente en Dios se identifica con fidelidad es emeth, verdad y fidelidad al tiempo, es como ser auténtico, veraz. Otra palabra hebrea es ´emen, que es verdad y creer aproximadamente, o verdad revelada, para los judíos la verdad revelada en la Ley de Moisés, para Juan claramente la Verdad revelada por Cristo. La palabra deri­vada 'amen ha perma­ne­cido intocable dentro del uso li­túrgico, y "no se ha tradu­cido ‑dice San Agustín‑ para que se le guarde con cierto res­peto bajo el velo del misterio. No para tenerla encerrada, sino para que no pierda su mérito al ser ex­plica­da". Maravilla lingüística que no conviene perder para enriquecer con matices la realidad inteligible en todo y en el interior del hombre. Lo que quiere decir es que una visión correcta del mundo no es posible más que sobre la base de la fidelidad interpersonal, la verdad no se puede aislar de la veracidad, como se ve un muchas lenguas (veritas, verax), conocer no es sólo una baza de la razón, sino que requiere la fe en otro –los anteriores, los que han avanzado más o el mismo Dios.


La suprema forma de garantía de la verdad es la divina, que no puede ni engañarse ni engañarnos, como dice con acierto el Concilio Vaticano I. Pero a nivel humano, es tan cierto que el hombre es un ser cultural, que en el caso de los niños lobo, por retraso en el acceso a la cultura humana, no llegan ni a acceder al lenguaje, forma primera cultural, sólo gruñen. Lo mismo se puede decir de los homínidos ante-humanos que tiene grandes semejanzas corporales con los hombres, pero no piensan. El intento de enseñar palabras o frases a un chimpancé es un esfuerzo fracasado, y digno de mejor causa.




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